Filólogos: los amantes de la palabra
Pfeiffer dice que la filologÃa, como ciencia, “nació en AlejandrÃa, en el siglo III a.C. Curiosamente, quienes se dedicaban a esta disciplina no se llamaban filólogos, sino crÃticos o gramáticos. Suele decirse que el primer filólogo en el sentido estricto del término fue Eratóstenes de Cirene, lo cual, si no es falso, se presta a [sic] muchos malentendidos […] Un gramático, en tiempos de Eratóstenes, ya no era lo que antes se habÃa entendido […] tradicionalmente, el gramático era aquella persona que ensenaba a leer y escribir […] mediante el término de “gramático” comenzaba a significarse “filólogo”, experto en cuestiones métricas” (Tapia, 1995, pp. 25-8).
Gracias a los crÃticos de aquella época, existe un canon con respecto a los escritores clásicos que no solo presentan problemas de autenticidad, sino de buen gusto.
Righi, por su parte, apunta al hecho de que “aun a las personas medianamente instruidas, las palabras literatura, filosofÃa, historia, suscÃtanles alguna imagen mas o menos exacta o aproximativa […] si bien entre las personas cultas y calificadas no sea siempre una misma la concepción de estas materias.
Menos comprensible , no tan claro ni cierto, se le hace al común de los hombres el significado del término filologÃa. Pero en cuanto -la persona común- encuentra este vocablo en algún contexto o lo oyó en un discurso, él, que ya tiene la idea -de los significados anteriores-, no tarda en formársele lo que es la filologÃa, y la concibe como una tendencia a examinar escritos y una aptitud para fijarse en si son escritos o no exactos, como un escrupuloso cuidado de la precisión textual, como un estudio enfocado a reconocer, reencontrar, a comprender la exactitud genuina y originaria de un escrito, a descubrir errores o inexactitudes en un texto gracias a un arte, a un control, a una competencia, a una aptitud especial adquirida mediante un trabajo disciplinado o bien innata. El tÃtulo de filólogo hace pensar en una persona capacitada para descifrar, leer, interpretar, examinar con sus propios ojos y reconocer la integridad de un documento, para dar razón del mismo, juzgarlo, valorarlo o determinar con precisión su forma original” (Ibid, s.a., pp. 11-2).